domingo, 11 de junio de 2017

Mauricio Macri, entre la impericia y la alta confianza externa

Adrián EscandarPor Silvia Mercado - Infobae.com - smercado @ infobae.com

Si el Gobierno hubiera aceptado armar una "Conadep de la corrupción" tal vez ya habría condenados. La incapacidad en materia jurídica contrasta con el posicionamiento que ahora tiene Argentina en el exterior. El G20 un desafío para la seguridad y la logística

Mauricio Macri, su esposa Juliana Awada y Antonia, la hija de ambos, salieron de la gala de reapertura del Teatro San Martín, donde disfrutaron algunos cuadros de danza contemporánea y el increíble grupo de titiriteros del elenco estable, y en lugar de irse a cenar a Olivos, decidieron comer en La Stampa, el tradicional restaurante manejado por el napolitano Felice Ambrosio, de la Recova de Posadas. Al llegar, fueron aplaudidos, pero hubo coincidencia en dejarlos comer tranquilos. Aunque mientras la niña conocía la gran cocina y el chef la instruía acerca de cómo poner los ingredientes sobre la pizza que pidió su padre, dos personas se acercaron a la mesa presidencial con un pedido específico: "Mauricio, si no puede poner presa a Cristina, lo que entendemos, porque se trata de una República, por lo menos haga algo para que devuelva la plata que se robó y le llegue a los que la necesitan".

No es la primera vez que a Macri le reclaman algo del estilo en la calle, pero una persona que suele colaborar en asuntos jurídicos vinculados a la gestión cree que al Presidente "algo le hizo click últimamente, porque antes no le interesaban los temas de corrupción del kirchnerismo y ahora los sigue con una obsesividad que no se le conocía en la materia, como antes lo hacía con ciertas obras de infraestructura, es decir, con temas más afines a su personalidad".

Esa es la única explicación que le ofreció el Gobierno a Infobae para comprender la sobreactuación de importantes funcionarios en cuestiones sobre las que hace pocas semanas se declaraban ajenos. En pocos días, los voceros oficiales en la materia pasaron de decir que se trataba de un tema de la justicia, a viajar a los Estados Unidos en la búsqueda de pruebas de la corrupción. Y de pedir que la empresa Odebrecht deje el país porque consiguió contratos con coimas, a realizar una nueva oferta de acuerdo de delación, ahora bajo una nueva legislación que el Ejecutivo enviaría al Congreso que -de aprobarse- permitiría que la Procuración General del Tesoro pueda dar una solución administrativa (no penal) a la empresa arrepentida, a cambio de la información precisa de coimas y coimeados.

Recién ahora el Gobierno empieza a ensayar un camino razonable para salir de la compleja situación en la que había caído por el caso Odebrecht, una empresa que estaba dispuesta a hablar, y un sistema judicial no dispuesto a escuchar, con Alejandra Gils Carbó, la jefa de los fiscales, a la cabeza de la fábrica de humo, para tapar la red de corrupción que hubo durante los años K.

En el medio, el Gobierno hizo papelones históricos. Desde instalar que el ministro de Justicia, Germán Garavano, iba a los Estados Unidos a traer información sobre la delación de Odebrecht, hasta hacer trascender los nombres de Julio De Vido, Ricardo Jaime y José López están en la lista de coimeados.

Ahora Garavano dice que ese viaje estaba planificado -para otros asuntos- con anticipación y que, lejos de traer información, lo que hizo fue obtener cooperación de su par norteamericano para firmar un acuerdo entre ambos países, y que esos documentos lleguen a la justicia.

Acerca de los nombres de De Vido, Jaime y López todavía no mostró ningún papel, y tampoco tendría cómo mostrarlo. Mal que le pese, no es tarea del Gobierno. Parece evidente que esos nombres están implicados. ¿Quién sino? Pero que fuentes oficiales los hagan trascender, tiene más que ver con la ansiedad del Presidente que con información fehaciente.

Como en otras áreas, la impericia que exhibe el Gobierno en las investigaciones en torno a la corrupción es notable. Siempre arranca equivocándose, dando manotazos sin ton ni son, corriendo para cualquier lado. Ya es tiempo de saber que, cuando un funcionario corre, es porque Macri está muy enojado. Lo usual, entonces, es que haya funcionarios que se choquen y nadie entienda mucho nada. Finalmente, Odebrecht desnuda la impotencia del Estado argentino para acceder a la verdad, condenarla y evitar que vuelva a repetirse.

Tal vez el Gobierno esté pagando una falencia de origen, su negativa a organizar una "Conadep de la corrupción", una comisión con amplias facultades para investigar los casos y ofrecer los resultados a una cámara penal, es decir, un proceso que en poco tiempo de respuestas a una población demandante de justicia. Cuando arrancó la gestión, Macri creyó no era una prioridad y solo se abocó a sacar a la jefa de las investigaciones, Gils Carbó, del Ministerio Público Fiscal. Al no poder hacerlo, todo impulso investigativo queda trunco y las complicidades de los años K que derraman sobre la justicia federal hacen imposible dar el salto de calidad institucional que requiere el proceso de cambio iniciado el 10 de diciembre de 2015.

Ese desinterés original es lo que llevó a que los únicos sospechados parecen ser el actual jefe de la AFI, Gustavo Arribas, que recibió transferencias de un cambista brasileño, todavía no se sabe en base a qué concepto, y el primo hermano del Presidente, Angelo Calcaterra, por entonces dueño de  IECSA, una de las cuatro empresas que están haciendo el soterramiento del Ferrocarril Sarmiento (las otras son Odebrecht, Ghella y Comsa, todas allanadas la semana pasada). Por cierto, un despropósito si se tiene en cuenta la nula decisión que tenía el por entonces jefe de Gobierno en las decisiones K.

Para colmo, ahora se recordó un aporte de campaña de Odebrecht al PRO, una información que -por cierto- era pública, y que la multinacional brasileña hizo a otros partidos políticos, incluso a algunos ubicados en la centroizquierda e insospechados de vínculos con la corrupción.

La inoperancia del Gobierno en la panoplia jurídica contrasta con sus éxitos en el posicionamiento externo, la confianza que genera Macri por la convicción con la que está llevando adelante la salida del populismo. Se le puede criticar muchas cosas, pero el Presidente es reconocido como un ejemplo a imitar, un líder indiscutido en momentos donde los pilares democráticos, pacíficos y multilaterales son puestos en tela de juicio en algunas de las principales capitales del mundo.

Es lo que se vio con la visita de la canciller alemana Angela Merkel que, previsora como es, vino al país a exhibir su respaldo a Macri y a acelerar la transición hacia la presidencia argentina del G-20, ya que en los próximos meses ella y su equipo estarán abocados en su campaña por la tercera reelección.

En la vorágine de los primeros meses del Gobierno, no se destacó lo suficiente el logro alcanzado para que en el 2018 nuestro país sea el anfitrión del grupo que nuclea a las 19 mayores economías mundiales y la Unión Europea, que en conjunto representan el 85 por ciento del PBI del mundo y dos tercios de la población. Argentina -que fue incluida al inicio de la conformación del Grupo, en 1999- casi es expulsada durante los años K por sus vínculos sospechosos con Irán y el lado oscuro del globo.

En la cumbre de Sherpas del G20 que en junio de 2016 se hizo en Xiamen, China, el por entonces vicecanciller Carlos Foradori torció una decisión que ya estaba virtualmente tomada, que sea la India el país anfitrión en el 2018, para la cual ya había hecho consultas y había consenso. Las instrucciones que Foradori llevó desde Buenos Aires es que debía traer la próxima cumbre para Buenos Aires. No le debe haber resultado fácil desplazar a un país comercialmente importante, con 1200 millones de habitantes y un gobierno que goza del respaldo del concierto internacional, el encabezado por Narenda Modi. Sin embargo, primero con el enfático respaldo de Brasil y México, los otros dos socios regionales del G20, e inmediatamente después de Canadá, Sudáfrica y Alemania, hubo consenso sobre la Argentina, que fue elegida por aclamación.

Ahora nuestro país tiene enormes desafíos para llevar adelante la reunión de jefes de Estado del G20 que se realizará en Buenos Aires en noviembre del 2018. Está exigido a asegurar estándares internacionales en materia de seguridad de jefes de Estado para los que todavía está muy lejos. Y resolver problemas logísticos severos. Por ejemplo, lo usual es que -por cuestiones de seguridad- cada delegación tome íntegro un hotel de 5 estrellas. No hay en Buenos Aires más de 15. Por otro lado, ¿dónde se hará el encuentro? El CCK es un lugar muy apropiado, pero demasiado céntrico. ¿Puede una ciudad como ésta cerrar el centro durante cuatro días, los dos que dura la cumbre y el día previo y posterior?

Parecen asuntos menores que, en definitiva, muestran el aislamiento que vivió nuestro país desde el 2001 hasta el 2015, cuando las exigencias en materia de seguridad y protocolo se agudizaron en forma drástica y nosotros ni nos enteramos, porque casi no recibimos visitas internacionales.

Ahora estamos en el extremo opuesto. Un país donde todo está por hacerse, desde la infraestructura en rutas hasta los servicios de conectividad y energía de calidad. Del otro lado, una confianza externa que nos empuja a mejorarnos rápidamente cuando un tercio de la sociedad todavía es pobre y el Estado no tiene capacidad de brindar un piso de salud, seguridad, justicia a la mayoría de los habitantes.

Como le dijo una importante funcionaria a miembros de su equipo agobiados por la tarea que tienen que emprender: "no se quejen y háganse cargo, es el país que les tocó gobernar".

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